Vida de la Beata Dolores R. Sopeña II: En Almería

En Almería
En 1866 don Tomás es nombrado fiscal de la Audiencia de Almería. Tras años de una existencia casi nómada, mudándose regularmente de pueblo en pueblo al ritmo de las nominaciones del cabeza de familia, los Rodríguez Sopeña se instalan en la capital de la provincia. Dolores tiene ya diecisiete años. A esa edad, las jóvenes de su rango hacen una activa vida social: visitas, paseos, reuniones y fiestas. Dolores se ajusta a esas convenciones (no es una rebelde), pero no se satisface con llevar una existencia alegre y despreocupada. Sabe que en el mundo hay también dolor, personas víctimas de la pobreza, de la enfermedad, seres marginados, abandonados por la sociedad a su propio destino, y quiere poner todo lo que esté de su parte para remediar ese estado de cosas. Por ello, cuando se entera de que en las cuevas excavadas en las rocas frente al mar almeriense viven dos muchachas enfermas de tifus en la mayor miseria, decide ir a verlas para llevarles un consuelo espiritual y ver en qué puede ayudarlas. La acompaña en la visita una joven de su edad, Araceli Núñez, perteneciente como ella a una familia de buena posición social, que será en esos años su amiga inseparable. El cuadro que encuentran es desolador:
“Las dos muchachas en el suelo, sin cama ni colchón, ni nada, sólo unos trapos negros. Una madre anciana las cuidaba, no les daba de nada, sólo agua azucarada. No tenían recursos de ninguna clase, carecían de todo…”
Dolores y Araceli prometen a la madre de las chicas que no les faltará de nada y salen de la covacha rebosando alegría: por primera vez, van a poder demostrar su amor a Dios con obras y no sólo de palabras. Lo único que empaña su felicidad es el sentimiento de culpa por haber tomado esa iniciativa sin haber prevenido antes a sus madres (temían que las dos buenas señoras se opusieran a esa iniciativa por miedo al contagio), pero el impulso de caridad es más fuerte que el remordimiento.
Todos los días acuden a escondidas a la cueva con lo necesario para el sustento de las dos enfermas. Para adquirirlo utilizan primero sus ahorros y, cuando sus escasas economías se les acaban, se cubren de harapos, se ponen jorobas fingidas, se tiznan la cara y, así disfrazadas de pobres, van pidiendo limosna por las casas al anochecer, para no ser reconocidas. Con lo recaudado pueden comprar no sólo alimentos, sino también medicinas. Así consiguen salvar a una de las dos enfermas – la otra, demasiado grave, acaba falleciendo.
La aventura se termina cuando, a consecuencias de sus visitas a la cueva, Dolores sufre un ataque a la vista que la deja casi ciega y Araceli cae enferma de tifus. Sus padres descubren entonces cómo se ha contagiado y le prohíben que siga frecuentando a Dolores, a la que consideran instigadora de esas iniciativas. Pero el deseo de ser útiles a los demás es más fuerte que el sentimiento de obediencia filial y, una vez recuperadas, las dos amigas seguirán asistiendo a los necesitados.
Ahora se enteran de que, en las afueras de la ciudad, en un cerro escarpado, vive un leproso en completa soledad. En la carretera hay una espuerta en la que los transeúntes le dejan alimentos y, de vez en cuando, alguna manta. Por la noche, el pobre infeliz baja gateando por el cerro en busca de esas provisiones. Dolores y Araceli acuden todos los días a socorrerlo pero no se contentan con dejarle el capacho lleno. Lo llaman y, al borde del camino, hablan con él. Le aportan un calor humano del que hace años se ha visto privado, le manifiestan el respeto y la consideración debidos a toda criatura por ser hija de Dios, y le consuelan de su sufrimiento recordándole que otra vida sin dolor ni enfermedades nos espera al lado del Padre. Tras estas entrevistas el leproso queda emocionado. Se ha vaciado de su dolor y de su resentimiento; ha comprendido que una vida mejor le será entregada a cambio de su abandono y de su desgracia.
Las visitas al leproso duran hasta que el cochero que conduce a las dos amigas al pie del cerro pone a la madre de Araceli al corriente de las actividades de las dos muchachas. Alarmadísimos, los padres de Araceli le prohíben terminantemente que frecuente a Dolores por miedo a que su hija siga secundando a la amiga en ese tipo de iniciativas que ellos consideran sin duda demasiado arriesgadas.
Dolores se queda sola. Para colmar el inmenso vacío dejado por la amiga ausente, su madre, miembro de la Conferencia de san Vicente de Paúl, le propone que la acompañe en sus visitas a los pobres. Cuando doña Nicolasa no puede ir, manda a Dolores con algunos de sus hermanos para llevarles los bonos a los necesitados. Al encontrarse a solas con los pobres, Dolores “los reunía en medio de la calle (eran barrios extremos), acudían mujeres, hombres impedidos, cojos, mancos, ciegos, chicos; y así que formaba mi auditorio, empezaba mi sesión de doctrina. ¡Cuánto gozaba en dar a conocer a Dios a esta pobre gente, tan ignorante y que me oían con la boca abierta!”.
Así descubre su verdadera vocación: “ganar muchas almas para Dios”. Pero todavía no sabe cómo encauzarla. Durante un tiempo medita la posibilidad de ingresar en la congregación de las Hermanas de la Caridad, por parecerle la institución que más se aproximaba a sus ideales. La muerte de su hermano Enrique, el primogénito de los Rodríguez Sopeña, víctima del tifus cuando tenía veintisiete años, provoca una profunda conmoción en la familia y afianza a Dolores en su decisión de entrar a formar parte de un instituto religioso: ha sentido el dolor en su propia carne y en la de sus seres queridos, sabe lo que es y quiere consagrarse a aliviar ese sentimiento en el prójimo.
Sin embargo, el Señor le tiene reservado otro camino.

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