«El icono de los discípulos de Emaús viene bien para orientar un Año en que la Iglesia estará dedicada especialmente a vivir el misterio de la Santísima Eucaristía. En el camino de nuestras dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas desilusiones, el divino Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios. Cuando el encuentro llega a su plenitud, a la luz de la Palabra se añade la que brota del «Pan de vida», con el cual Cristo cumple a la perfección su promesa de «estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo» (cf. Mt 28,20).
La «fracción del pan» —como al principio se llamaba a la Eucaristía— ha estado siempre en el centro de la vida de la Iglesia. Por ella, Cristo hace presente a lo largo de los siglos el misterio de su muerte y resurrección. En ella se le recibe a Él en persona, como «pan vivo que ha bajado del cielo» (Jn 6,51), y con Él se nos da la prenda de la vida eterna, merced a la cual se pregusta el banquete eterno en la Jerusalén celeste. » (nn. 2-3)
Todos los cristianos tenemos en la eucaristía el alimento para nuestro camino; en ella el Señor nos comunica su propia vida y por ella, Él nos pone en comunión con Dios y en comunión entre todos nosotros.
En su carta, el Papa termina diciendo: “Tenemos ante nuestros ojos los ejemplos de los Santos, que han encontrado en la Eucaristía el alimento para su camino de perfección.” (n. 31). Y así es, la Beata Dolores Sopeña tenía una profunda espiritualidad eucarística.
El centro de su vida era la eucaristía. La Beata Dolores Sopeña dialogaba con Jesús a lo largo de toda la jornada, pues tenía la facilidad de descubrirlo presente en todo y en todos, pero reconocía una presencia especial en la Eucaristía. Pasaba largos ratos ante el sagrario. Entre sus prácticas habituales destacan: la misa diaria, las visitas al Santísimo, las "comuniones espirituales", la Hora Santa (en la que se vela al Señor toda la noche) y el Manifiesto diario.
Sentía especial devoción por el Jueves Santo, precisamente porque ese día es la fiesta del Amor y porque en él se instituyó la Eucaristía.
Para ella, la Eucaristía era la expresión de un amor inmenso: “Medito hoy en el sacramento de tu amor y me confunde tanto amor...”
Ante el sagrario tomaba las grandes decisiones; ante él cada mañana al levantarse “arreglaba los asuntos del día”, y allí recibía consuelo, fortaleza, inspiración: “¡cuántas veces ha palpitado mi corazón en el silencio de la noche, al pie del Sagrario, pidiendo luces, consejo y acierto para los trabajos del día.”
En la eucaristía ella encuentra la presencia viva del Señor, una presencia que comunica vida: “en el Sagrario el Señor está vivo para dar vida a los hombres que lo reciben...”
Y porque percibe esa presencia, establece una relación cercana, personal, íntima. En sus escritos leemos: “... ¡cuántas veces se lo he preguntado al pie del sagrario...” Y ha escuchado una respuesta: “... y la respuesta ha sido hacerme sentir en el fondo del alma...”
Sí, el Señor es una presencia viva con quien dialoga y de quien recibe:
- luz: “Envíame un destello de esa luz, que brota de ese sagrario”; “... al pie del sagrario la inspiración con que llena el alma no deja lugar a la vacilación de lo que quiere de nosotros.”
- fortaleza: “La fortaleza que se recibe al pie del sagrario no se parece a nada”
- consuelo: “si estáis tristes y necesitáis un rato de desahogo, id al sagrario; creedme, allí o encontraréis todo.”
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