El Laicado en el Mundo Actual (Oct. 2003)

Palabras del Dr. Guzmán Carriquiry, Subsecretario del Pontificio Consejo para los Laicos, en el Acto de Acogida a los peregrinos venidos a Roma para participar en la Beatificación de Dolores Sopeña (22 de marzo de 2003).

En uno de los primeros escritos de la comunidad primitiva, llamados proto-apostólicos, el libro de la “Didaché”, se exhorta a los cristianos con estas palabras: «Buscad el rostro de los santos día tras día y hallad consuelo en sus palabras.» Esto es a lo que nos invita la beatificación de Dolores Sopeña. La Providencia de Dios nos ha hecho encontrar, a través de muy variadas circunstancias de la vida, a Dolores Sopeña. Es obvio que no la conocimos personalmente, pero es verdad que la hemos encontrado realmente gracias a personas y obras que evocan y conservan vivo su testimonio, que en cierto modo nos traen su presencia entre nosotros. La conocemos, pues, por la continuidad viva de amigos, discípulas, obras que siguieron sus huellas, y ahora, más que nunca, por su compañía en la comunión de los santos.
¿Qué nos dice hoy el rostro de Dolores y qué consuelo, qué edificación encontramos en sus palabras, en su testimonio?
La beatificación que será mañana celebrada solemnemente y presidida por el Santo Padre en la Plaza de San Pedro, en el centro de la catolicidad, no puede sino recordarnos e interpelarnos sobre esa vocación a la santidad que es propia de la vocación de todos los cristianos. No es la santidad un hecho extraordinario, excepcional, para algunos pocos escogidos, a modo de aristocracia espiritual de la que nos sentimos lejanos. No es así. Eso es una caricatura. Peor aún, –y de eso está tan lejos la vida de Dolores–, cuando degenera en imagen beatona de sacristía. El santo es el hombre verdadero, la mujer verdadera, es decir, el paradigma de una humanidad fascinante, irradiante, vivida en la verdad de la persona, de su vocación y dignidad, en la comunión del amor, toda tendida hacia el cumplimiento de su destino. Por eso, los santos nos sorprenden, nos atraen, porque todos estamos llamados a la santidad. ¿Qué es la vida cristiana de los fieles laicos sino un crecer en la estatura del hombre nuevo, de la mujer nueva, que somos por el bautismo, hasta alcanzar la estatura a la que hemos sido creados, a imagen de Dios, y a la que estamos destinados en la comunión con Cristo, el hombre perfecto? La más verdadera actitud cristiana es la de ser mendigos suplicantes de la misericordia de Dios para que la gracia de su Espíritu suscite en nosotros ese “fiat” por el cual la presencia de Cristo se hace carne en nuestras vidas, hasta llegar a exclamar como el apóstol Pablo, no obstante nuestras miserias, que «no soy yo quien vive, sino Cristo que vive en mí.» Ahora contamos con la intercesión de Dolores para acompañarnos y ayudarnos en ese camino de crecimiento en la fe.
A los laicos se nos exhorta a vivir el cristianismo en las condiciones ordinarias de la vida familiar, social y laboral. Tal como lo hizo aquella jovencita como tantas otras, en tierra andaluza, en su familia, en sus estudios, en sus ambientes ordinarios de vida. Cuestión fundamental es que la fe cristiana no se reduzca sólo a algunos fragmentos y episodios de la propia existencia, limitada a ritos y hábitos tradicionales, como si poco tuviera que ver con lo concreto de la existencia. Todo lo contrario: se trata de un continuo recomenzar en el encuentro y seguimiento de Jesucristo. Y que ese encuentro nos cambie la vida, en todas sus dimensiones, no obstante nuestras resistencias, convirtiéndola en más humana, más perfecta en la caridad, más llena de libertad, alegría y felicidad. Eso es lo que le pasó a Dolores. Cristo llama a través de su presencia en los rostros de los necesitados, de los enfermos, de los encarcelados, de los marginados, de los desocupados, de los hombres trabajadores en difíciles condiciones de vida, y estos encuentros le van cambiando la vida, le hacen ver toda la realidad y su misma existencia con otros ojos, conmueven el corazón, y encuentra la luz y la fuerza para responder a su vocación y a su destino entregando la vida entera, apasionadamente, a la mayor gloria de Dios y al servicio de los hombre del trabajo, a menudo lejanos de la Iglesia. Sólo quien acoge agradecido ese don inmenso e inmerecido que es la gracia misericordiosa de Dios y hace la experiencia del encuentro de Cristo como respuesta sobreabundante a los deseos de libertad, verdad, felicidad y belleza del propio corazón, puede apasionarse por el propio destino y por el destino de los demás. Los otros no aparecerán más como extraños, lejanos, objeto de indiferencia, y, por eso, considerados como instrumentos, manipulados para los propios intereses, sino como “prójimos” que Dios pone en nuestro camino para acogerlos con la caridad, para reconocerlos en su dignidad y para compartir con ellos la razón de la esperanza que nos ha sido dada.
Pero Dolores Sopeña ilumina también otras dimensiones de nuestra vocación de laicos cristianos. La vemos siempre en camino, su corazón inquieto, yendo siempre más allá de toda frontera, al encuentro de los hombres y aún de los hombres más lejanos, más desatendidos por la sociedad y por la Iglesia. Hay en ella, en modo admirable, ese afán de compartir todo lo bueno, lo bello y lo verdadero que le ha sido dado de experimentar en su vida, ese celo apostólico, misionero, que se nos pide a todos los bautizados, a todos los cristianos laicos, para no ser ociosos en la viña del Señor. Para Dolores el cristianismo no es gratificación intimista o refugio consolatorio lejano del mundanal ruido, y menos aún, tentación de encierro dentro de los muros eclesiásticos. Percibe urgida que la tradicional cristiandad de su tiempo se está disgregando y que la parábola de las 99 ovejas en el recinto y la una sola que se ha perdido está cambiando radicalmente en sus proporciones. ¿Qué tendríamos que decir nosotros mucho tiempo después con el inaudito proceso de descristianización que ha tenido lugar? Hoy es más urgente que nunca que los laicos sean testigos de Cristo, abran paso al Evangelio e irradien la Caritas Christi en los ambientes más secularizados de la vida social, en los areópagos del trabajo, de la educación, de la comunicación y de la cultura.
Dolores Sopeña fue muy atenta a los signos de los tiempos. Advirtió cómo el trabajo, que junto a la familia son dos dimensiones esenciales de la existencia humana, estaba sometido a profundas transformaciones y requería nuevas actitudes, nuevas inversiones formativas y profesionales, un renovado sentido de dignidad y justicia, el ímpetu de una nueva evangelización. Hoy día los ambientes de trabajo siguen siendo fronteras de la misión de la Iglesia y de la potencia dignificante, solidaria y transformadora del testimonio cristiano. Hay un impacto impresionante de las innovaciones tecnológicas, que plantean renovadas exigencias de formación, reciclaje y educación. Se imponen nuevas modalidades de compañía cristiana ante el mundo creciente de los desocupados, de los inmigrantes, de los sujetos a la precariedad de condiciones laborales, de los marginados y excluidos del mercado. No pueden faltar formas nuevas, creativas –como supo crearlas en su tiempo la “fantasía de la caridad” de Dolores– de compartir la esperanza con los hombres del trabajo, esperanza que no es utopía ni sueño, sino que arraiga en la presencia de Aquel que da verdaderas razones para esperar y que renueva las energías para la construcción de un mundo más humano.
Dolores Sopeña es, en fin, una mujer. Sorprendente es su vida autónoma, de protagonista, libre, en una sociedad todavía muy machista, que tendía a encerrar a la mujer en la Iglesia, la casa y la cocina. Es mujer audaz. No se deja atemorizar. Corre no pocos riesgos. No hay en ella reivindicación feminista de espacios, de poderes, de roles. Asume en primera persona todas las responsabilidades. Y demuestra en los hechos de cuál sensibilidad religiosa, de qué capacidad de acogida y ternura, de qué capacidad de perseverancia heroica y sacrificada, de cuál audacia y firme determinación en cumplir su propio destino, de qué capacidad de amor a Cristo y a los más necesitados, de qué docilidad al designio de Dios para su vida ... está hecha la mujer y su aporte a la sociedad y a la Iglesia. La Santísima Virgen María es la más perfecta discípula y testigo del Evangelio, y lo es para hombres y mujeres.
Quiero terminar recordando lo que el Papa Juan Pablo II decía a los jóvenes en Toronto. El tercer milenio se ha abierto con dos imágenes contradictorias: una fue la de la peregrinación de multitudes que ingresaron en el milenio por la “puerta santa”, que es Cristo, en el año jubilar, y la otra fue la de la destrucción de las torres gemelas por obra del terrorismo, signo de la violencia que es fruto del pecado, que está incubada por el corazón del hombre y que pervierte las relaciones humanas. Hoy día, nuestra mirada, nuestro horizonte, nuestra dramática preocupación se concentra en los acontecimientos trágicos de guerra en el Medio Oriente. Pero las beatificaciones de mañana nos introducen en otro horizonte, más real aún, de otro mundo dentro del mundo, que es el de la comunión de los santos, que es la inaudita fraternidad de los que peregrinan en el mundo, reconciliados, testigos de una unidad que el mundo no puede darse pero que es la verdadera esperanza para hacer de todos, como decía Dolores Sopeña, una sola familia en Cristo Jesús.

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